Desde pequeña me he mudado en varias ocasiones. El lugar nunca ha sido el problema, pero el lenguaje siempre me ha encontrado la manera de definirme, convirtiéndose en la maldición que no podía escapar.
Los primeros nueve años de mi vida viví en Katy, localidad de las afueras de Houston. Para cuando llegué a segundo de primaria, ya me había cambiado de escuela una vez y egresado de un programa bilingüe. Hasta ese entonces, saber inglés y español había sido una bendición. Después de un año, ya me sentía cómoda en mis nuevas clases en inglés, hasta que mis padres decidieron mudarse de nuevo. Solo que esta vez, me mudé 791 kilómetros al sur, a Allende, Nuevo León, México. Me fui de clases anglohablantes a una escuela hispanohablante.
Como estaba recién egresada de un programa bilingüe, llegué a mi primer día de clases sin preocuparme de mi español. Sin embargo, mis compañeros se burlaron de mi por mi mala pronunciación de palabras sencillas y por tener un “acento americano”.
Incluso un estudiante inventó una canción con todas las palabras que había pronunciado mal. No le presté mucha atención hasta que mis maestros comenzaron a reírse. Mi mala pronunciación me había comenzado a definir, y ser bilingüe se convirtió en una maldición.
Para mi segundo año de bachillerato, ya tenia los próximos cinco años de mi vida planeados; sabía cual carrera iba a ejercer y la facultad en la que iba a estudiar. Estaba en un programa bilingüe de español-francés. ¡Próximamente sería trilingüe! Seguía batallando con el español, pero ya había hecho mis paces con ello.
Y justo cuando estaba cómoda, mis padres decidieron mudarse 310 kilómetros al norte, a Edinburg. Esta fue la mudanza más difícil por la que he pasado.
Estaba lista para comenzar mi penúltimo año de bachillerato, hasta que mi pasado me lo impidió. Mi expediente académico indicaba que recién me había mudado de México. Como resultado, fui atrasada tres años y fui colocada en clases para estudiantes hispanohablantes que recién aprenderían inglés.
El profesor que “me enseñó inglés”, dejó muy claro para mí y mis compañeros de clase que mis habilidades en el inglés eran peores de como yo creía, y que, si yo me fuera a ir de su programa, regresaría en menos de una semana. Después de comentarle a mis padres lo que había sucedido, ellos fueron a hablar con la consejera y lograron ponerme en clases regulares en inglés y en mi onceavo año de bachillerato. Para cuando sucedió esto, el profesor se me había metido a la cabeza y me daba miedo hablar en inglés.
A falta de confianza para hablar inglés, decidí tomar clases fáciles y enfocarme en graduarme de la preparatoria. Nunca creí entrar a clases de inglés avanzadas. Se rumoreaba que la universidad se trataba de siempre estar escribiendo, y eso solo me hacía recordar lo mal que era mi inglés y lo que me detendría. Después de años de pensar que no era lo suficiente, fui aceptada en UTRGV y pensé, “algo debo estar haciendo bien”.
Dos clases de inglés y una de escritura, encontré una pasión por escribir en ambas lenguas. Ser una escritora bilingüe es una bendición, pero se convierte en maldición cuando no hay traducción exacta al inglés de las palabras ajeno, compadre, estrenar, etc., pero eso es una historia para otro día.